Hace muchas horas

Jugando con el automático, no puedo dejar de mirar los techos de la Mezquita. Sus arcos, sus rojos y blancos y el juego de la luz entrando por los vitrales.
Me encanta encontrar unos ojos curiosos mirando por las rendijas del suelo, ¿qué quieren encontrar?
Muchos enanos rompen el silencio del lugar sagrado. Muchos “flashs” de japoneses o chinos.

Tengo las manos heladas la nariz fría y el corazón bailando en el pecho.

Mi mochilota la dejé en la tienda donde compré los bichitos de imán para la refri. Confío en los lentes de la señora… o tengo que confiar. No me dejaban entrar con “bolsas grandes” y ahora, adentro, agradezco mi atrevimiento.
Estas heladas piedras, esta mezcla de siglos y de colores, de lenguas que seguro hicieron eco en las cúpulas, y lo siguen haciendo. Todo se amplifica sobre mi cabeza. El sonido de las campanas.
Una niña se sienta cerca, en mi banca de madera. Su madre le ofrece un algo de vainilla.
Qué grandes pueden volverse los ojos.

Acabo de comer el Salmorejo que me dijo “nuestra Pili”, también me he tomado una copa de vino y no me ha mareado tanto como la señora del puente pensaba que lo haría.
Luego de una breve conversación, de que en unos cuantos minutos me recomendaron sitios que ver, dónde comer y habláramos de la tranquilidad de Colón cuando llegó a “las Indias”, no pude parar de reír hasta que llegué a la esquina del Alcázar. Fue simplemente una sonrisa y un “¿te gusta”? Luego siguieron bromas y mi salvación: atraída por el puente Romano estaba a punto de seguir un camino sin gracia.
Palma dice que luego de la Mezquita, “monumento en que las civilizaciones cristiana y morisca parecen competir, sin gran ventaja para la primera”, nada llamó su atención. Yo, en cambio, en cada esquina encuentro un tono distinto, una persona que me indica la dirección de una calle con cero convencimiento, pero mucho brillo en la mirada.
Se acaba el vino. Quizás sí ha logrado jugar un poquito con el mar de sensaciones que recorre mi cuerpo y escapa por mi mano.
Un niño al fondo del pasadizo (mientras escribo se esconde) devora las papas fritas sin haber tocado las croquetas. Su espalda mira hacia la calle empinada que subí hace poco, en la que decidí parar y sentarme en esta mesa, porque mi espalda y mis pies lo ordenaron.

1 comentario:

Anónimo dijo...

realmente un buen vieja....viajamos contigo