Fracaso

La noche llega silenciosa y los pasillos del hospital son sólo el eco de la rutina diaria como el murmullo del agua que resuena en la oscuridad a la orilla del río. Mientras la monstruosa sociedad duerme en su nido, los hospitales menguan sus llamas como una hoguera sin alimentar, la leña arde al rojo por dentro pero sólo las cenizas que quedan en el exterior son visibles a unos ojos distraídos.

La noche llega silenciosa y los pasillos del área de enfermedades tropicales son mansos a esta hora, sin embargo se quiebra la calma cuando a lo lejos se escucha el gemir de un paciente, un lamento; podría ser una queja de dolor o quizás la simple desesperación de un alma atrapada en un cuerpo que no responde, una plegaria de un dolor que aún no he descubierto o tal vez, simplemente, un delirio hipoactivo, una psicosis. Sólo puedo hacer conjeturas al respecto, no hemos terminado de descubrir que es lo que ha destruido la vida de esta persona, la vida de su hija pequeña o la de su madre que duerme todos los días en una banca de plástico sentada al pie de su cama.

Sólo se pueden hacer conjeturas mientras que él grita cada unos tantos minutos rompiendo el silencio, recordándonos lo terrible del fracaso. Soy plenamente conciente que no soy yo quien le ha enfermado, que en la medicina como la conocemos tenemos suerte si podemos detener la enfermedad y evitar que progrese sin lograr recuperar lo perdido, soy conciente que son muy pocas las dolencias que podemos realmente curar y sólo nos quedan tratamientos que hacen más dignas las enfermedades, si esto fuese siquiera posible; pero aún así, sus gritos tienen sabor a fracaso, a impotencia, a derrota.

Son gritos que calan en toda mi espina dorsal y me recuerdan constantemente que aún hay tanto por hacer o por terminar de aceptar si fuera el caso.