Monólogos de la Bajita


La mujer que intimida a los hombres sufre una nueva decepción y comienza a cansarse del síndrome del muy-muy: su mamá considera que es muy canchera, sus amigas piensan que es muy mandada, su papá opina que es muy lisurienta, sus amigos le han advertido que puede caer pesada por muy sarcástica, sus colegas la encuentran muy competitiva, sus pretendientes la ven muy autosuficiente, y en general ella está consciente de ser muy cague de risa, muy informada, muy bien pagada, muy recorrida, muy popular, muy viajada, muy chambera, muy fuerte.El problema es que para ella sus muys no son defectos, al contrario, está orgullosa de sí misma y hasta hace poco creía que cualquier hombre se sentiría honrado de unirse a una mujer como ella, pero sus experiencias recientes le demuestran lo contrario. Si hubiera nacido varón -piensa- esos rasgos que no tan sutilmente se le reprochan no solo serían calificados como virtudes sino que además se convertirían en infalibles herramientas para conquistar al sexo opuesto pero, como toda mujer (cuántas veces se lo habrán repetido), ella tiene que elaborar una estrategia para que los chicos no se asusten.

Aunque le ha costado mucho aceptarlo, prácticamente ya se ha resignado a la idea de que si quiere conseguirse un novio ella no puede aplicar la conisgna de "ser tú misma". Tanto tiempo desperdiciado en devorar revistas femeninas y manuales de autoayuda.

No es que le falte compañía tampoco. En realidad, tiene más amigos de los que quisiera: muchos de esos patazas del alma fueron en principio candidatos a novio e incluso novios, pero se quemaron en la puerta del horno, se chuparon, les dio pánico escénico, whatever, y terminaron declarándola "casi una hermana", "como una madre", "un pata más". Qué podría hacer sino agradecer la deferencia y pasar a otro tema.

La mujer que intimida a los hombres no sabe por dónde comenzar su proceso de transformación en mujer que atrae a los hombres. Sabe que algo anda mal, pero sospecha que no necesariamente en ella. Muy en el fondo abriga la esperanza de encontrar alguien que la mire con deseo en lugar de respeto, que la quiera escuchar en lugar de pedirle consejos, que la vea como a una igual y no como una amenaza para su virilidad, que quiera aprender de ella y que se dé cuenta de que ella también está dispuesta a aprender de él. Pero no pasa nada, el tiempo apremia, las arrugas asoman, los ovarios envejecen.

Por dónde comenzar, se pregunta la mujer que intimida a los hombres. Su mamá le aconseja que se muestre más vulnerable, que se ueje, que llore o haga pucheros, que despierte alguito de compasión, en resumen. Su viejo se limita a repetirle que "la mujer del César no solo tiene que serlo sino parecerlo" y, él no lo dice pero ella lo adivina, "dejar que César parezca lo que le provoque". Sus amigas le recomiendan que no ande ventilando sus experiencias sexuales, que deje que los patas se ufanen de sus dudosas hazañas y que se haga la sorprendida en la cama. Sus amigos le sugieren que se quede callada de vez en cuando, que no sea tan alegosa, que se calle en lugar de ponerlos en ridículo cada vez que creen estar enunciando una verdad universal. Su jefe insiste en que algo de diplomacia no le vendría mal, que las mujeres tienen que convencer y no imponer, que trate de ejercer una autoridad más maternal. Su último ex le asegura que ella es casi perfecta y que, justamente, ese era el problema, si solo hubiera sido menos exigente, le jura, él todavía seguiría con ella.

La mujer que intimida a los hombres promete que va a hacer un esfuerzo por ser diferente, no se anima a decir "mejor" porque intuye que, si triunfa en esta empresa, no necesariamente va a convertirse en una persona más valiosa de lo que ya es. Trata de convencerse de que vale la pena sacrificar la personalidad que construyó a fuerza de terapia, autocrítica y rebeldía si con ella se hace acreedora a un compañero de camino. La mujer que intimida a los hombres se dice adiós. Está rota y se apresta a darle la bienvenida a un descosido.

Jennyfer Llanos

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